martes, 7 de octubre de 2014

Tesoros.

Era afortunada. Y lo sabía. Porque tenía cuatro grandes tesoros. Cuatro grandes personas.

No comprendía cómo otros decían sentirse afortunados cuando no expresaban más que frases sobre la "amistad" que cualquiera podría usar, porque para ella no eran suficientes todas esas generalizaciones, a ella le gustaban los ejemplos, los recuerdos.

Y tenía a sus cuatro estrellas, esas que fue a buscar a un campo desierto, lejos de la luz, que incluso un cigarrillo podía deslumbrar.
Sentía lo fiel y cercana que puede llegar a ser una persona al reconocerle solo a ella que le gustaban más las jirafas cuando todas las demás decían preferir conejitos rosas. Y la quería por ello. No por ser única al resto, sino por sentir esa profunda sensación de confianza que te hace dueña de ese tipo de secretos.
Y vivía las adversidades junto a ellas: las rupturas, las muertes, las enfermedades, la reacción de unos padres ante un sofá con una quemadura del tamaño de un puño...  porque para los momentos buenos, ya sobran gente.

Que juntas eran guerreras ante dos hambrientos y salvajes perros trepadores, y practicaban entre ellas luchando por evitar que le cambiasen sus preciados chocolates "milk" por unos "50% dark"; y evitaban cuestas cuando luego se encontraban con la gran pendiente que puede llegar a ser una hora esperando frente a una puerta. 

Al fin y al cabo las quería.

Muchos dicen que puedes perder todo el amor hacia una persona cuando convives con él o ella y dejan de ser perfectos todos los momentos. ¿Pero y qué si una necesitaba aislarse del mundo por unos minutos y un enfado caía de por medio? Ella no llegaba a odiar esas pequeñas cosas, al contrario, amaba encontrarse un cepillo de dientes en la ventana de la ducha -dejando atrás su trastorno obsesivo compulsivo-, amaba el cariño que llevaba ese arroz que aún le quedaban varios minutos para ser comestible, recoger la cocina montando un concierto con cazos, sartenes y cucharas para hacerlo más ameno, aunque no fuesen sus canciones favoritas -ni tuviesen ritmo alguno-; amaba la sensación de libertad como de andar sin ropa -o sin el como- por cualquier lugar a cualquier hora, la libertad de poder hablar de cualquier tema, aunque siempre acabasen diciendo las mismas palabras subidas de tono.

Amaba hacer suyas las cosas, convertir un sábado "de borrachera" en uno sin alcohol, ahogando las penas entre pipas y baladas, hacer su mascota ese pequeño bichito con alas aunque fuese recordatorio constante de su pasado con dichos animales. 

Y amaba lo absurdas que pueden llegar a ser algunas cosas. Que el comienzo de una aventura empiece con una gran explosión de ese café  que llenaría sus próximas tardes metidas en un callejón bajo una maldita luz intermitente, evitando preguntas directas que más les valía no responder, o recibirían la misma respuesta obscena de siempre. Pero eso poco importaba, siempre que no pasasen sus madres y hubiera que deshacerse de ese cigarro que poca culpa tenía de acabar en el suelo en dos milésimas de segundo, cuando prefería estar en una oscura calle frente a un instituto debatiendo sobre cosas de la vida.

En definitiva, la hacían feliz. En una, veía reflejada la alegría de un pasado que ahora le tocaba vivir a otra piel, otra, le recordaba que los muñecos son para niños  pero y qué si no podía dormir sin abrazar a uno, otra compartía una parte de ella, que solo ambas podían apreciar, y  la última, era una prueba de que las cosas de verdad sí existían.

No podría estar más agradecida.